Los Candombes
Los cuerpos de las negras, con trajes de colores disonantes, se doblan desarticulándose y agitan cadenciosamente sus brazos. Y los negros, remedo de los señores, llevan galeras de felpa, levitones o jaquet y chalecos de colores deslumbrantes, a cuadros, listados o recamados. El bastón, las cadenas de reloj descomunales, y las condecoraciones de papeles metálicos superan los entorchados de los mariscales y cuando el calor de la danza aprieta, las galeras vuelan y despojados de levitas se agitan convulsos, sinuosos, se zarandean poseídos por el ritmo de los distintos tamboriles, en particular del "chico", porque "si se pierde el "chico" se acabó el candombe". Enardecidos por el ritmo, con fugaz e ingenua alegría, el baile es el premio por sus trabajos de mandil, por las tareas de carga que van deformando sus cuerpos ágiles. Contra lo que podía suponerse, mientras la música del candombe es una entidad puramente rítmica del metro, marcado por el retumbar del tamboril o por el golpeteo del talón sobre el piso con reminiscencias de ceremonia ritual, los negros de Figari aparecen en los candombes como conjuntos rítmicos sin metro, en plena libertad de relación de una figura con otra, como ocurre en la poesía contemporánea, donde cada verso libre se prolonga en la medida necesaria para constituir una imagen completa. Esta diversidad métrica de los candombes de Figari introduce la algarabía en el cuadro; y si uno hace la prueba de mirarlo intermitentemente, cerrando y abriendo los ojos, parecería que entre cada mirada las figuras han cambiado de posición. Pedro Figari, con su inocente humanidad, no imaginaba sino el color y la alegría del candombe de Montevideo. * Fragmento del libro "Figari", escrito por Samuel Oliver de la colección "Artistas de América". |
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